miércoles, 23 de enero de 2008

EMILIA PARDO BAZÁN


"La educación de la mujer no puede llamarse tal educación, sino doma, pues se propone por fin la obediencia, la pasividad y la sumisión."




Emilia Pardo Bazán (1851-1921) fue una de las figuras literarias más importantes de su tiempo.

Su obra se inscribe en el NATURALISMO, corriente literaria de origen francés que ella misma introduce en España. Un viaje de novios, La Tribuna, Los Pazos de Ulloa y La madre naturaleza son algunas de sus novelas más destacadas. Así mismo, escribió también numerosos cuentos.

Pardo Bazán además, fue una de las primeras feministas de su época. Publicó varios artículos en los cuales denuncia el sexismo predominante en España y sugiere cambios a favor de la mujer, empezando con la posibilidad de una educación semejante al que recibía el hombre: La mujer española, La educación del hombre y la mujer, La cuestión académica, etc.
Efectivamente, para la condesa la mejor forma de elevar la posición de la mujer en la sociedad española era la educación, que en España era desigual para hombres y mujeres.


La tasa de analfabetismo de la mujer en España rondaba el 91% en 1870, y no se tenía especial interés en bajar estas cifras puesto que la concepción generalizada que había sobre la mujer la situaba en el ámbito doméstico cuidando de la casa y la familia. La preocupación de Pardo Bazán de que la mujer leyera y fuera más instruida le incitó a crear la Biblioteca de la mujer (1891), que englobaría todo lo tocante al conocimiento científico, histórico y filosófico de la mujer en todos los tiempos. El fracaso de esta obra, es decir, su escasa venta, apoya la creencia de Pardo Bazán de que el peor mal que sufre la mujer de su época es la ignorancia y la falta de interés por aprender.

Emilia Pardo Bazán también sufrió en sus propias carnes la discriminación machista de la España de la época. Muchos de sus colegas escritores la criticaron mucho, incluso vetaron su entrada en la Real Academia Española. A pesar de todo esto, nunca cedió su posición y continuó luchando por los derechos de la mujer y los de la mujer académica. Esta lucha constante dio sus frutos y Pardo Bazán llegó a ser la primera mujer en presidir la sección de literatura del Ateneo de Madrid y la primera en ocupar una cátedra de literatura en la Universidad Central de Madrid.

* * *

Y ahora, un cuento...

Feminista

Emilia Pardo Bazán

Fue en el balneario de Aguasacras donde hice conocimiento con aquel matrimonio: el marido, de chinchoso y displicente carácter, arrastrando el incurable padecimiento que dos años después le llevó al sepulcro; la mujer, bonitilla, con cara de resignación alegre, cuidándole solícita, siempre atenta a esos caprichos de los enfermos, que son la venganza que toman de los sanos.
Conservaba, no obstante, el valetudinario la energía suficiente para discutir, con irritación sorda y pesimismo acerbo, sobre todo lo humano y lo divino, desarrollando teorías de cerrada intransigencia. Su modo de pensar era entre inquisitorial y jacobino, mezcla más frecuente de lo que se pudiera suponer, aquí donde los extremos no sólo se han tocado, sino que han solido fusionarse en extraña amalgama. Han sido generalmente prendas raras entre nosotros la flexibilidad y delicadeza de espíritu, engendradoras de la amable tolerancia, y nuestro recio y chirriante disputar en cafés, círculos, reuniones, plazuelas y tabernas lo demostraría, si otros signos del orden histórico no bastasen.
El enfermo a que me refiero no dejaba cosa a vida. Rara era la persona a quien no juzgaba durísimamente. Los tiempos eran fatídicos y la relajación de las costumbres horripilantes. En los hogares reinaba la anarquía, porque, perdido el principio de autoridad, la mujer ya no sabe ser esposa, ni el hombre ejerce sus prerrogativas de marido y padre. Las ideas modernas disolvían, y la aristocracia, por su parte, contribuía al escándalo. Hasta que se zurciesen muchos calcetines no cabía salvación. La blandenguería de los varones explicaba el descoco y garrulería de las hembras, las cuales tenían puesto en olvido que ellas nacieron para cumplir deberes, amamantar a sus hijos y espumar el puchero. Habiendo yo notado que al hallarme presente arreciaba en sus predicaciones el buen señor, adopté el sistema de darle la razón para que no se exaltase demasiado.
No sé qué me llamaba más la atención, si la intemperancia de la eterna acometividad verbal del marido, o la sonrisilla silenciosa y enigmática de la consorte. Ya he dicho que era ésta de rostro agraciado, pequeño de estatura, delgada, de negrísimos ojos, y su cuerpo revelaba esa contextura acerada y menuda que promete longevidad y hace las viejecitas secas y sanas como pasas azucarosas. Generalmente, su presencia, una ojeada suya, cortaban en firme las diatribas y catilinarias del marido. No era necesario que murmurase:
-No te sofoques, Nicolás; ya sabes que lo ha dicho el médico...
Generalmente, antes de llegar a este extremo, el enfermo se levantaba y, renqueando, apoyado en el brazo de su mitad, se retiraba o daba un paseíto bajo los plátanos de soberbia vegetación.
Había olvidado completamente al matrimonio -como se olvidan estas figuras de cinematógrafo, simpáticas o repulsivas, que desfilan durante una quincena balnearia-, cuando leí en una cuarta plana de periódico la papeleta: «El excelentísimo señor don Nicolás Abréu y Lallana, jefe superior de Administración... Su desconsolada viuda, la excelentísima señora doña Clotilde Pedregales...». La casualidad me hizo encontrar en la calle, dos días después, al médico director de Aguasacras, hombre muy observador y discreto, que venía a Madrid a asuntos de su profesión, y recordamos, entre otros desaparecidos, al mal engestado señor de las opiniones rajantes.
-¡Ah, el señor Abréu! ¡El de los pantalones! -contestó, riendo, el doctor.
-¿El de los pantalones? -interrogué con curiosidad.
-Pero ¿no lo sabe usted? Me extraña, porque en los balnearios no hay nada secreto, y esto no sólo se supo, sino que se comentó sabrosamente... ¡Vaya! Verdad que usted se marchó unos días antes que los Abréu, y la gente dio en reírse al final, cuando todos se enteraron... ¿Dirá usted que cómo se pueden averiguar cosas que suceden a puerta cerrada? Es para asombrarse: se creería que hay duendes...
En este caso especial, lo que ocurrió en el balneario mismo debieron de fisgarlo las camareras, que no son malas espías, o los vecinos al través del tabique, o... En fin, brujerías de la realidad. Los antecedentes parece que se conocieron porque allá de recién casado, Abréu, que debía de ser el más solemne majadero, anduvo jactándose de ello como de una agudeza y un rasgo de carácter, que convendría que imitasen todos los varones para cimentar sólidamente los fueros del cabeza de familia.
Y fíjese usted: los dos episodios se completan. Es el caso que Abréu, como todos los que a los cuarenta años se vuelven severos moralistas, tuvo una juventud divertida y agitada. Alifafes y dolamas le llamaron al orden, y entonces acordó casarse, como el que acuerda mudarse a un piso más sano. Encontró a aquella muchacha, Clotildita, que era mona, bien educada y sin posición ninguna, y los padres se la dieron gustosos, porque Abréu, provisto de buenas aldabas, siempre tuvo colocaciones excelentes. Se casaron, y la mañana siguiente a la boda, al despertar la novia, en el asombro del cambio de su destino, oyó que el novio, entre imperioso y sonriente, mandaba:
-Clotilde mía..., levántate.
Hízolo así la muchacha, sin darse cuenta del porqué; y al punto el esposo, con mayor imperio, ordenó:
-¡Ahora..., ponte mis pantalones!
Atónita, sin creer lo que oía, la niña optó por sonreír a su vez, imaginando que se trataba de una broma de luna de miel..., broma algo chocante, algo inconveniente...; pero ¿quién sabe? ¿Sería moda entre novios?...
-¿Has oído? -repitió él-. ¡Ponte mis pantalones! ¡Ahora mismo, hija mía!
Confusa, avergonzada, y ya con más ganas de llorar que de reír, Clotilde obedeció lo mejor que pudo. ¡Obedecer es ley!
-Siéntate ahora ahí -dispuso nuevamente el marido, solemne y grave de pronto, señalando a una butaca. Y así que la empantalonada niña se dejó caer en ella, el esposo pronunció-: He querido que te pongas los pantalones en este momento señalado para que sepas, querida Clotilde, que en toda tu vida volverás a ponértelos. Que los he de llevar yo, Dios mediante, a cada hora y cada día, todo el tiempo que dure nuestra unión, y ojalá sea muchos años, en santa paz, amén. Ya lo sabes. Puedes quitártelos.
¿Qué pensó Clotilde de la advertencia? A nadie lo dijo; guardó ese silencio absoluto, impenetrable, en que se envuelven tantas derrotas del ideal, del humilde ideal femenino, honrado, juvenil, que pide amor y no servidumbre... Vivió sumisa y callada, y si no se le pudo aplicar la divisa de la matrona romana, «Guardó el hogar e hiló lana asiduamente», fue porque hoy las fábricas de género de punto han dado al traste con la rueca y el huevo de zurcir.
Pero Abréu, a pesar de la higiene conyugal, tenía el plomo en el ala. Los restos y reliquias de su mal vivir pasados remanecieron en achaques crónicos, y la primera vez que se consultó conmigo en Aguasacras, vi que no tenía remedio; que sólo cabía paliar lo que no curaría sino en la fuente de Juvencia... ¡Ignoramos dónde mana!
Su mujer le cuidaba con verdadera abnegación. Le cuidaba: eso lo sabemos todos. Se desvivía por él, y en vez de divertirse -al cabo era joven aún-, no pensaba sino en la poción y el medicamento. Pero todas las mañanas, al dejar las ociosas plumas el esposo, una vocecita dulce y aflautada le daba una orden terminante, aunque sonase a gorjeo:
-¡Ponte mis enaguas, querido Nicolás! ¡Ponte aprisa mis enaguas!
Infaliblemente, la cara del enfermo se descomponía; sordos reniegos asomaban a sus labios..., y la orden se repetía siempre en voz de pájaro, y el hombre bajaba la cabeza, atándose torpemente al talle las cintas de las faldas guarnecidas de encajes. Y entonces añadía la tierna esposa, con acento no menos musical y fino:
-Para que sepas que las llevas ya toda tu vida, mientras yo sea tu enfermerita, ¿entiendes?
Y aún permanecía Abréu un buen rato en vestimenta interior femenina, jurando entre dientes, no se sabe si de rabia o porque el reúma apretaba de más, mientras Clotilde, dando vueltas por la habitación, preparaba lo necesario para las curas prolijas y dolorosas, las fricciones útiles y los enfranelamientos precavidos.

ACTIVIDADES

1. Haz el resumen de este cuento y después señala el tema.
2. Comenta los elementos de la narración que encuentras en el texto.
3. ¿Por qué piensas que el cuento se titula así?
4. ¿Te parece éste un texto atrevido para la época en que fue escrito? ¿Cómo crees que fue recibido por los lectores coetáneos a la autora? Razona tus respuestas.
5. ¿Crees que el relato sigue siendo actual? ¿Crees que hoy en día alguien podría sentirse ofendido al leerlo? Justifica tus respuestas.
6. Escribe tu opinión personal (extensamente y con argumentos, por favor).

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