Y esa Nada, ha causado muchos llantos, Y Nada fue instrumento de la Muerte, Y Nada vino a ser muerte de tantos. FRANCISCO DE QUEVEDO Ya maduró un nuevo cero que tendrá su devoción. ANTONIO MACHADO I Invitación al llanto. Esto es un llanto, ojos, sin fin, llorando, escombrera adelante, por las ruinas de innumerables días. Ruinas que esparce un cero —autor de nadas, obra del hombre—, un cero, cuando estalla. Cayó ciega. La soltó, la soltaron, a seis mil metros de altura, a las cuatro. ¿Hay ojos que le distingan a la Tierra sus primores desde tan alto? ¿Mundo feliz? ¿Tramas, vidas, que se tejen, se destejen, mariposas, hombres, tigres, amándose y desamándose? No. Geometría. Abstractos colores sin habitantes, embuste liso de atlas. Cientos de dedos del viento una tras otra pasaban las hojas —márgenes de nubes blancas— de las tierras de la Tierra, vuelta cuaderno de mapas. Y a un mapa distante, ¿quién le tiene lástima? Lástima de una pompa de jabón irisada, que se quiebra; o en la arena de la playa un crujido, un caracol roto sin querer, con la pisada. Pero esa altura tan alta que ya no la quieren pájaros, le ciega al querer su causa con mil aires transparentes. Invisibles se le vuelven al mundo delgadas gracias: La azucena y sus estambres, colibríes y sus alas, las venas que van y vienen, en tierno azul dibujadas, por un pecho de doncella. ¿Quién va a quererlas si no se las ve de cerca? Él hizo su obligación: lo que desde veinte esferas instrumentos ordenaban, exactamente: soltarla al momento justo. Nada. Al principio no vio casi nada. Una mancha, creciendo despacio, blanca, más blanca, ya cándida. ¿Arrebañados corderos? ¿Vedijas, copos de lana? Eso sería... ¡Qué peso se le quitaba! Eso sería: una imagen que regresa. Veinte años, atrás, un niño. Él era un niño —allá atrás— que en estíos campesinos con los corderos jugaba por el pastizal. Carreras, topadas, risas, caídas de bruces sobre la grama, tan reciente de rocío que la alegría del mundo al verse otra vez tan claro, le refrescaba la cara. Sí; esas blancuras de ahora, allá abajo en vellones dilatadas, no pueden ser nada malo: rebaños y más rebaños serenísimos que pastan en ancho mapa de tréboles. Nada malo. Ecos redondos de aquella inocencia doble veinte años atrás: infancia triscando con el cordero y retazos celestiales, del sol niño con las nubes que empuja, pastora, el alba.
Mientras, detrás de tanta blancura en la Tierra —no era mapa— en donde el cero cayó, el gran desastre empezaba. II Muerto inicial y víctima primera: lo que va a ser y expira en los umbrales del ser. ¡Ahogado coro de inminencias! Heráldicas palabras voladoras —«¡pronto!», «¡en seguida!», «¡ya!»— nuncios de dichas colman el aire, lo vuelven promesa. Pero la anunciación jamás se cumple: la que aguardaba el éxtasis, doncella, se quedará en su orilla, para siempre entre su cuerpo y Dios alma suspensa. ¡Qué de esparcidas ruinas de futuro por todo alrededor, sin que se vean! Primer beso de amantes incipientes. ¡Asombro! ¿Es obra humana tanto gozo? ¿Podrán los labios repetirlo? Vuelan hacia el segundo beso; más que beso, claridad quieren, buscan la certeza alegre de su don de hacer milagros donde las bocas férvidas se encuentran. ¿ Por qué si ya los hálitos se juntan los labios a posarse nunca llegan? Tan al borde del beso, no se besan. Obediente al ardor de un mediodía la moza muerde ya la fruta nueva. La boca anhela el más celado jugo; del anhelo no pasa. Se le niega cuando el labio presiente su dulzura la condensada dentro, primavera, pulpas de mayo, azúcares de junio, día a día sumados a la almendra. Consumación feliz de tanta ruta, último paso, amante, pie en el aire, que trae amor adonde amor espera. Tiembla Julieta de Romeos próximos, ya abre el alma a Calixto, Melibea. Pero el paso final no encuentra suelo. ¿Dónde, si se hunde el mundo en la tiniebla, si ya es nada Verona, y si no hay huerto? De imposibles se vuelve la pareja. ¿Y esa mano —¿de quién?—, la mano trunca blanca, en el suelo, sin su brazo, huérfana, que buscas en el rosal la única abierta, y cuando ya la alcanza por el tallo se desprende, dejándose a la rosa, sin conocer los ojos de su dueña? ¡Cimeras alegrías tremolantes, gozo inmediato, pasmo que se acerca: la frase más difícil, la penúltima, la que lleva, derecho, hasta el acierto, perfección vislumbrada, nunca nuestra! ¡Imágenes que inclinan su hermosura sobre espejos que nunca las reflejan! ¡Qué cadáver ingrávido: una mañana que muere al filo de su aurora cierta! Vísperas son capullos. Sí, de dichas; sí, de tiempo, futuros en capullos. ¡Tan hermosas, las vísperas! ¡Y muertas! III ¿Se puede hacer más daño, allí en la Tierra? Polvo que se levanta de la ruina, humo del sacrificio, vaho de escombros dice que sí se puede. Que hay más pena. Vasto ayer que se queda sin presente, vida inmolada en aparentes piedras. ¡Tanto afinar la gracia de los fustes contra la selva tenebrosa alzados de donde el miedo viene al alma, pánico! Junto a un altar de azul, de ola y espuma, el pensar y la piedra se desposan; el mármol, que era blanco, es ya blancura. Alborean columnas por el mundo, ofreciéndole un orden a la aurora. No terror, calma pura da este bosque, de noble savia pórtico. Vientos y vientos de dos mil otoños con hojas de esta selva inmarcesible quisieran aumentar sus hojarascas. Rectos embisten, curvas les engañan. Sin botín huyen. ¿Dónde está su fronda? No pájaros, sus copas, procesiones de doncellas mantienen en lo alto, que atraviesan el tiempo, sin moverse. Este espacio que no era más que espacio a nadie dedicado, aire en vacío, la lenta cantería lo redime piedras poniendo, de oro, sobre piedras, de aquella indiferencia sin plegaria. Fiera luz, la del sumo mediodía, claridad, toda hueca, de tan clara va aprendiendo, ceñida entre altos muros mansedumbres, dulzuras; ya es misterio. Cantan coral callado las ojivas. Flechas de alba cruzan por los santos incorpóreos, no hieren, les traen vida de colores. La noche se la quita. La bóveda, al cerrarse abre más cielo. Y en la hermosura vasta de estos límites siente el alma que nada la termina. Tierra sin forma, pobre arcilla; ahora el torno la conduce hasta su auge: suave concavidad, nido de dioses. Poseidón, Venus, Iris, sus siluetas en su seno se posan. A esta crátera ojos, siempre sedientos, a abrevarse vienen de agua de mito, inagotable. Guarda la copa en este fondo oscuro callado resplandor, eco de Olimpo. Frágil materia es, mas se acomodan los dioses, los eternos, en su círculo. Y así, con lentitud que no descansa, por las obras del hombre se hace el tiempo profusión fabulosa. Cuando rueda el mundo, tesorero, va sumando —en cada vuelta gana una hermosura— a belleza de ayer, belleza inédita. Sobre sus hombros gráciles las horas dádivas imprevistas acarrean. ¿Vida? Invención, hallazgo, lo que es hoy a las cuatro, y a las tres no era. Gozo de ver que si se marchan unas trasponiendo la ceja de la tarde, por el nocturno alcor otras se acercan. Tiempo, fila de gracias que no cesa. ¡Qué alegría, saber que en cada hora algo que está viniendo nos espera! Ninguna ociosa, cada cual su don; ninguna avara, todo nos lo entregan. Por las manos que abren somos ricos y en el regazo, Tierra, de este mundo dejando van sin pausa novísimos presentes: diferencias. ¿Flor? Flores. ¡Qué sinfín de flores, flor! Todo, en lo igual, distinto: primavera. Cuando se ve la Tierra amanecerse se siente más feliz. La luz que llega a estrecharle las obras que este día la acrece su plural. ¡Es más diversa! IV El cero cae sobre ellas. Ya no las veo, a las muchas, las bellísimas, deshechas, en esa desgarradora unidad que las confunde, en la nada, en la escombrera. Por el escombro busco yo a mis muertos; más me duele su ser tan invisibles. Nadie los ve: lo que se ve son formas truncas; prodigios eran, singulares, que retornan, vencidos, a su piedra. Muertos añosos, muertos a lo lejos, cadáveres perdidos, en ignorado osario perfecciona la Tierra, lentamente, su esqueleto. Su muerte fue hace mucho. Esperanzada en no morir, su muerte. Ánima dieron a masas que yacían en canteras. Muchas piedras llenaron de temblores. Mineral que camina hacia la imagen, misteriosa tibieza, ya corriendo por las vetas del mármol, cuando, curva tras curva, se le empuja hacia su más, a ser pecho de ninfa. Piedra que late así con un latido de carne que no es suya, entra en el juego —ruleta son las horas y los días—: el jugarse a la nada, o a lo eterno el caudal de sus formas confiado: el alma de los hombres, sus autores. Si es su bulto de carne fugitivo, ella queda detrás, la salvadora roca, hija de sus manos, fidelísima, que acepta con marmóreo silencio augusto compromiso: eternizarlos. Menos morir, morir así: transbordo de una carne terrena a bajel pétreo que zarpa, sin más aire que le impulse que un soplo, al expirar, último aliento. Travesía que empieza, rumbo a siempre; la brújula no sirve, hay otro norte que no confía a mapas su secreto; misteriosos pilotos invisibles, desde tumbas los guían, mareantes por aguja de fe, según luceros. Balsa de dioses, ánfora. Naves de salvación con un polícromo velamen de vidrieras, y sus cuentos mármol, que flota porque vista de Venus. Naos prodigiosas, sin cesar hendiendo inmóviles, con proas tajadoras auroras y crepúsculos, espumas del tumbo de los años; años, olas por los siglos alzándose y rompiendo. Peripecia suprema día y noche, navegar tesonero empujado por racha que no atregua: negación del morir, ansia de vida, dando sus velas, piedras, a los vientos. Armadas extrañísimas de afanes, galeras, no de vivos, no de muertos, tripulaciones de querencias puras, incansables remeros, cada cual con su remo, lo que hizo, soñando en recalar en la celeste ensenada segura, la que está detrás, salva, del tiempo.
V ¡Y todos, ahora, todos, qué naufragio total, en este escombro! No tibios, no despedazados miembros me piden compasión, desde la ruina: de carne antigua voz antigua, oigo. Desgarrada blancura, torso abierto, aquí, a mis pies, informe. Fue ninfa geométrica, columna. El corazón que acaban de matarle, Leucipo, pitagórico, calculador de sueños, arquitecto, de su pecho lo fue pasando a mármoles. Y así, edad tras edad, en estas cándidas hijas de su diseño su vivir se salvó. Todo invisible, su pálpito y su fuego. Y ellas abstractos bultos se fingían, pura piedra, columnas sin misterio. Más duelo, más allá: serafín trunco, ángel a trozos, roto mensajero. Quebrada en seis pedazos sonrisa, que anunciaba, por el suelo. Entre el polvo guedejas de rubia piedra, pelo tan sedeño que el sol se lo atusaba a cada aurora con sus dedos primeros. Alas yacen usadas a lo altísimo, en barro acaba su plumaje célico. (A estas plumas del ángel desalado encomendó su vuelo sobre los siglos el hermano Pablo, dulce monje cantero.) Sigo escombro adelante, solo, solo. Hollando voy los restos de tantas perfecciones abolidas. Años, siglos, por siglos acudieron aquí, a posarse en ellas; rezumaban arcillas o granitos, linajes de humedad, frescor edénico. No piso la materia; en su pedriza piso al mayor dolor, tiempo deshecho. Tiempo divino que llegó a ser tiempo poco a poco, mañana tras su aurora, mediodía camino de su véspero, estío que se junta con otoño, primaveras sumadas al invierno. Años que nada saben de sus números, llegándose, marchándose sin prisa, sol que sale, sol puesto, artificio diario, lenta rueda que va subiendo al hombre hasta su cielo. Piso añicos de tiempo. Camino sobre anhelos hechos trizas, sobre los días lentos que le costó al cincel llegar al ángel; sobre ardorosas noches, con el ardor ardidas del desvelo que en la alta madrugada da, por fin, con el contorno exacto de su empeño... Hollando voy las horas jubilares: triunfo, toque final, remate, término cuando ya, por constancia o por milagro, obra se acaba que empezó proyecto. Lo que era suma en un instante es polvo. ¡Qué derroche de siglos, un momento! No se derrumban piedras, no, ni imágenes; lo que se viene abajo es esa hueste de tercos defensores de sus sueños. Tropa que dio batalla a las milicias mudas, sin rostro, de la nada; ejército que matando a un olvido cada día conquistó lentamente los milenios. Se abre por fin la tumba a que escaparon; les llega aquí la muerte de que huyeron. Ya encontré mi cadáver, el que lloro. Cadáver de los muertos que vivían salvados de sus cuerpos pasajeros. Un gran silencio en el vacío oscuro, un gran polvo de obras, triste incienso, canto inaudito, funeral sin nadie. Yo sólo le recuerdo, al impalpable, al NO dicho a la muerte, sostenido contra tiempo y marea: ése es el muerto. Soy la sombra que busca en la escombrera. Con sus siete dolores cada una mil soledades vienen a mi encuentro. Hay un crucificado que agoniza en desolado Gólgota de escombros, de su cruz separado, cara al cielo. Como no tiene cruz parece un hombre. Pero aúlla un perro, un infinito perro —inmenso aullar nocturno ¿desde dónde?—, voz clamante entre ruinas por su Dueño. |
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